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lunes, 9 de abril de 2012

Génesis en manos de los científicos


Génesis en manos de los científicos




Por M:.M:. M:.  Roberto Alba

Según los cabalistas, el universo “no es más que la densificación de la materia primaria universal, que se desenvuelve adoptando formas organizativas”. En el Sepher ha Zohar (Libro del Esplendor), el Sepher ha Yetzirah (Libro de la Formación) y el Sepher Sephiroth (Libro de las Magnitudes o Emanaciones), principalmente, se nos describen detalles de tal proceso de desenvolvimiento. A partir de la existencia de una entidad o sustancia primordial infinita (Ain Soph), que desde su eterno reposo hace por voluntad propia un primer movimiento de contracción (Tzun) para crear a su alrededor un inmenso vacío de oscuridad en cuyo centro queda solo el minúsculo punto primordial de su luz (Aur), la tremenda potencia allí concentrada comienza a irradiar y a expandirse en un segundo movimiento (Tzim) y emanan de ella, sucesiva y escalonadamente, las diferentes Sephiroth (plural de Sephira) o Esferas hasta llegar a la décima, que representa nuestro universo material.
Esta doctrina, combatida tanto por judíos como por cristianos de la Edad Media despoja de todo carácter antropomórfico al principio creador, haciéndolo por tanto incomprensible para
el grueso de la población que necesita una figura con la cual comunicarse y de la cual esperar una respuesta, Dice Carl Sagan que “algunos se sienten incómodos con cuestiones de este tipo, porque nos muestran vívidamente las limitaciones del entendimiento humano”. No le falta razón. A muchos, pero especialmente a quienes no somos expertos en ciertos asuntos en los que atrevidamente incursionamos solo guiados por el irrenunciable deseo de entender al menos un poco este universo en el que vivimos y cuál debería ser nuestra verdadera función dentro de él, nos asalta permanentemente el temor reverencial que infunde lo desconocido. Pero, afortunadamente, el espíritu es aún aventurero y continuamos avanzando siempre en búsqueda de “luz, más luz!”, según la exclamación atribuida a Goethe en el ultimo momento de su vida.
Hasta el siglo XIX, el hombre consideraba (sin apenas razonar al respecto) que el universo que habitamos había existido siempre (desde su Génesis) en un estado similar al actual y, en ningún momento, se había planteado inquietudes referentes a que pudiera estarse expandiendo o, menos aún, que hubiera la posibilidad (al menos teórica) de que llegara a sufrir una contracción. Por otra parte, consideraba a nuestro sistema solar como “el centro” referencial de ese vasto universo. Jamás había pensado que en un universo tan inmenso, cada punto puede ser a su vez visto como “el centro”, rodeado siempre de un número infinito de otros puntitos luminosos. Una imagen que, desde donde se mire, parece siempre igual al observador.
Al universo se le estudiaba básicamente a la luz de la ley de gravedad de Isaac Newton, quien vivió doscientos años antes (1642-1727). Esta ley, no obstante permitir la predicción bastante exacta de las órbitas de los astros, da una visión macrocósmica del funcionamiento organizado del universo y no resulta útil, per se, al momento de buscar explicaciones sobre el origen o el futuro del mismo.
En 1899, justo en el cierre del siglo, el físico alemán Max Planck (1858-1947), descubrió una constante denominada “de Planck”, cuyo uso hoy en día incluye el cálculo de la energía de un fotón. Planteó ese mismo año su propio grupo de unidades de medida, basadas en constantes físicas fundamentales. En 1900, descubrió la ley de radiación del calor, denominada “Ley de Planck”, que explica el espectro de emisión de un cuerpo negro. Esta ley se convirtió a la larga en una de las bases de la teoría cuántica, que surgió unos años más tarde con aportes de Albert Einstein y Niels Bohr.
En 1915, Einstein propuso lo que hoy se conoce como “Teoría de la Relatividad General”, que entre otros conceptos establece que el espacio y el tiempo son cantidades dinámicas y que así como el universo tuvo un principio, también tendrá posiblemente un fin. La mecánica cuántica, conocida también como mecánica ondulatoria y como física cuántica, es la rama de la física que estudia el comportamiento de la materia a escala muy pequeña (hypermicroscópica) y fue desarrollada en la primera mitad del siglo XX.
Sus enunciados básicos son sencillos: a) La energía no se intercambia de forma continua, sino que en todo intercambio energético hay una cantidad mínima involucrada, es decir un “cuanto” (unidad de medida mínima asignada por Planck a la energía). b) Es imposible fijar a la vez la posición y el momento de una partícula, por lo que aquí no es aplicable el concepto de trayectoria, fundamental en la mecánica clásica. En vez de ello, el movimiento de una partícula se rige por una función matemática que asigna, a cada punto del espacio y a cada instante, la probabilidad de que la partícula descrita se halle en tal posición en ese instante.
También en el primer cuarto del siglo XX, el físico y matemático ruso Alexander Friedmann predijo (1922) lo que pocos años después (1929) el astrónomo norteamericano Edwin Hubble observó: que nuestra galaxia no es la única, que entre una galaxia y otra hay espacios “vacíos” que se van agrandando y que por tanto el universo se está expandiendo de manera continua.
Esto significa, ni más ni menos, que en un tiempo anterior (hoy estimado entre diez y veinte mil millones de años) todos los objetos que componen el universo debieron estar juntos en un mismo lugar, que puede deducirse a partir de recorrer “en reversa” la dirección en que las galaxias se están expandiendo. Ese tiempo anterior, el momento inicial, es lo que conocemos como el Big Bang, la explosión primordial.
De esta manera, la historia contada en el Génesis cayó por primera vez en manos de los científicos.
Y, cómo es ese concepto del Big Bang? Pues sencillo también. De la misma manera que los cabalistas judíos medievales concibieron el concepto de Tzun Tzim (contracción – expansión) con su punto de intensa luz central Aur, a partir del cual surgieron las emanaciones que dieron origen al universo, así los físicos contemporáneos han concebido el momento en el que todo el universo tuvo un tamaño nulo (inferior al tamaño de una cabeza de alfiler); un momento en que
la densidad del universo habría sido infinita, al igual que infinita debió haber sido su temperatura.
En tan extremas condiciones, conocidas en física con el nombre de singularidad, todas las leyes y predicciones colapsan, de manera que no hay forma de medir ni aún de imaginar su estado real. A partir de dicha singularidad, el universo habría sido creado por un tremendo impulso expansivo, que conllevaba multitud de cambios inimaginables, sucediéndose a unas velocidades igualmente inverosímiles para nuestra limitada perspectiva de las cosas.
Y es precisamente en un momento como aquél, en que el tamaño del universo era microscópico y los cambios se sucedían no cada segundo sino cada fracción de segundo, cuando la mecánica cuántica suple lo que cualquier otra ley de la física es incapaz de proveer: la descripción milimétrica (si cabe la expresión) del proceso de la creación del universo y sus primeras etapas. Como veremos en un momento luego de revisar algunas de las más relevantes teorías sobre la génesis y el ocaso del universo.
Cómo pudo un punto tan minúsculo llegar a expandirse hasta alcanzar las dimensiones actuales? Algunos científicos concuerdan en que en el momento primero, ese punto de luz tenía una temperatura infinita y que la temperatura “es simplemente una medida de la energía” , razón por la cual al iniciar su movimiento expansivo (el Tzim cabalístico o el Bang de la ciencia) esa energía infinita sería más que suficiente para desatar una expansión tal que aún hoy, a pesar de la fuerza gravitacional que tiende a juntar los astros, continúa actuando y la podemos percibir.
Resulta extremadamente coincidente, como dijimos al comienzo, lo expuesto por la mecánica cuántica con los principios cabalísticos del medioevo.
La explicación a través de la sucesiva emanación de las esferas (Sephiroth) del Arbol de la Vida hasta llegar al mundo material (Malkut) en el extremo inferior del Arbol, viene a ser una descripción mística medieval equivalente a la de los milimétricos pasos que la moderna cuántica plantea para los primeros segundos de la creación.
 
De una y otra teoría, creemos, se pueden extraer elementos que nos acerquen a una mejor comprensión de lo que pudo haber sucedido en el momento del Génesis.
Respecto de la intervención o no de Dios en tal proceso, queda desde luego tal creencia, de manera absolutamente libre y discrecional, a opción de cada uno. Y es que para unos el Principio Creador es aquella entidad o sustancia primordial infinita (no antropomórfica) de los cabalistas, otros concretan esa entidad en un Dios mucho más antropomórfico y cercano, con el que se puede conversar y del que se siente que se puede lograr una respuesta y para otros, en fin, todo se reduce al normal desarrollo de una energía primordial carente de voluntad o de la capacidad de ejercer la voluntad atribuible a una deidad y, por lo tanto, algo con lo que al hombre le es imposible comunicarse
ES CUANTO

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